jueves, 22 de mayo de 2014

Obras del certamen literario: primer premio (prosa)

Thuja


Sabía que te encontraría aquí.
La fronda otoñal se queja bajo la suela de sus zapatillas. Lo reconozco porque llevamos toda la vida juntos y ya me sé perfectamente el ritmo de sus pasos. No digo nada, continuo mirando un punto en blanco a través de mis gafas de sol.
Me pone un brazo sobre los hombros en un intento en vano de calmar el estremecimiento que sacude mi columna vertebral. Le siento suspirar lentamente.
–¿Qué pasa, chaval?
Cuando se cansa de esperar alguna respuesta, rebusca en su chaqueta de cuero y saca un paquete de cigarrillos Marlboro. Se pone uno en los labios y no lo enciende. Bufa y se coloca delante de mí, obligándome a mirarlo. Me ofrece un pitillo. Me tiemblan tanto las piernas que tengo la necesidad de sentarme en el suelo. Me imita, se coloca a mi lado.
–Vale, pues no hay tabaco para ti –dice mientras se vuelve a guardar la cajetilla en su chupa.
Se me vuelve a perder la mirada en algún punto invisible.
–Bonito lugar, ¿no?
Continúa intentando hacerme hablar sin éxito.
No es un panorama agradable en absoluto. Estamos en un descampado, seguramente repleto de orín. Rodeado de setos Thuja (también llamados Árboles de la vida). Con papeleras repletas de envoltorios y una ausencia notable del servicio de limpieza. Es tarde y las nubes más claras tienen el tímido capricho de tumbarse con nosotros. Corre el viento con fuerza, como intentando echarnos, como si no nos quisiese allí.
Le escuchó exhalar por tercera vez y me doy cuenta de que es hora de abrir la boca.
–Hace frío.
–Es normal que haga frío, estamos en otoño. –Lo miro con el semblante serio–. Otoño, bajan las temperaturas, llueve, se caen las hojas.
–Se caen las hojas.
–Ehm… Así es.
Enciende su cigarrillo con un mechero Clipper, ayudándose de las manos para que la mecha no se consuma. Da una calada honda que le llena los pulmones de cáncer.
–Caen las hojas. Cae la nieve. Caen los pétalos. Cae la lluvia. Caen las pestañas. Me caigo yo, me deshago, me quiebro, me rompo.
–Ya tardabas en convertirte en filósofo, eh. Venga, desahógate.
–Yo no puedo sin ella.
–Claro que puedes, idiota. Es sólo una chica. Encontrarás mejores que ella.
–Ya sé que encontraré mejores.
–¿Cuál es el problema entonces, tío?
Trago saliva para intentar deshacer el nudo que se ha aferrado a mi garganta.
–Claro que habrá mejores. Pero yo la quería porque ella vive despeinada y absurda. Porque me prometía regalarme París, Venecia, Roma y Marrakech. Por no hablar de que me llevaba al cielo cada noche. Y la quería mía por siempre, joder, me encantaba verla despertar, y ver como sus pestañas tintineaban torpemente. La quería loca.
Me mira con pena. Nunca me ha gustado darla. Me pone una mano en la rodilla y zarandea la cabeza hacia los lados. Le da una fuerte calada a su cigarrillo y lo tira lo más lejos que puede, sin apagarlo.
–¿Por qué llevas gafas del sol? –pregunta quitándomelas.
Se le cambia el semblante de la cara. Me da un abrazo, de esos que te duelen por dentro porque te hacen resquebrajarte, te hacen sentir pequeño y vulnerable. Y se me cae el mundo. Rompo a llorar en el hombro de mi mejor amigo. Y creo que en diecisiete años de relación nunca lo había hecho de una manera tan frágil. Y le aprieto con ganas porque quiero que sienta solamente una porción de mi dolor, para que pueda entenderme.
Porque dicen que, a veces, algunos abrazos te juntan todas tus partes quebradas. Pero hay que darlos con fuerza y rabia.
Y así lo hice.
Y así lloraba.
–Ella es mi niña. Mira, déjalo, no quiero viajar con ella. Ella es mi París, mi Venecia, mi Roma y mi Marrakech. Me caigo sin ella.
Dejo de hablar porque se me está rompiendo tanto la voz que resulta imposible entenderme. Solamente sollozo apretando mi cara contra su chaqueta de cuero.
–Tranquilo, tranquilo, tío…
Tengo el corazón envuelto en niebla y me estalla la cabeza porque llevo horas con las lágrimas balanceándose en mis pestañas. Cuando consigo calmarme y recoger por todo el mundo los pedacitos de mí que habían salido volando, me deshago de su abrazo y le miro a los ojos.
–Ella ha sido una hecatombe para ti.

Siento que alguien tira de cada parte de mi cuerpo. Me cosquillea todo.
Y me despierto.
Estoy de nuevo en mi cama, rodeado de sábanas blancas, con el piso inundado de olor a café y a tabaco, con el sol por la ventana.
Y allí está ella, bocabajo, desnuda y preciosa, con los rayos de mayo coloreándole las mejillas, durmiendo, con su respiración tranquila, con un perfecto caos en el pelo.
Le toco la espalda con la yema de mis dedos lo más cuidadosamente que puedo. No se despierta pero se le eriza la piel. Pronuncia un leve murmullo, porque está soñando. Apoyo la cabeza en su espalda e intento no moverme ni un ápice para que tanta belleza no se rompa.

Caigo en la cuenta de que al igual que la Luna –cada noche–, las farolas, los abetos y los batidos de fresa, Morfeo nos tiene envidia. Le tiene envidia a ella porque se pasean juntos y le danza como una reina. (¿Quién no se enamoraría?) Y me tiene envidia a mí porque me ha jurado regalarme las ciudades más bonitas de este planeta.

Aunque no sepa que con ella ya tengo el mundo.

Primer premio de prosa del Certamen literario de las Jornadas culturales 2014.
Irene Godoy Castillo, 4º ESO-A

No hay comentarios:

Publicar un comentario