sábado, 11 de diciembre de 2010

V Concurso literario. II Premio de Narrativa

ASESINATO EN EL AL-ÁNDALUS EXPRESS

Me despierta el teléfono a las tres de la madrugada del sábado 9 de junio. Palpo los objetos de la mesita de noche hasta dar con el teléfono, miro quien llama, el número no me resulta familiar pero aún así lo descolgué.

— ¿Estoy hablando con Fernando Rojas? Soy Juan León, inspector de policía de la Estación de Tren de Santa Justa, Sevilla, ¿la conoce?

¿Trenes? ¿Sevilla? ¿Qué querrá a estas horas? — pensé, casi dormido. Sí, soy yo. ¿Qué sucede?

Creemos que ha ocurrido un homicidio. Hemos encontrado un varón, de raza blanca y unos 30 años, ahorcado en el vagón privado del Al-Ándalus Express, con unas extrañas marcas en su torso y un rosario en su mano izquierda. — dijo el inspector León.

¿El Al-Ándalus Express, ese tren no se encontraba en el museo de ferrocarriles? — dije un tanto desconcertado.

Efectivamente, Sr. Rojas. Pero con motivo de su bicentenario recorre el trayecto que realizaba antaño, desde Huelva, donde salió a las once de la noche, hasta Almería, pasando por todas las capitales de provincia de Andalucía, en un itinerario nocturno, para dirigirse finalmente a la base militar del Cabo de Gata. —Explicó Juan León — Bueno, vayamos al grano, ¿acepta la propuesta de investigar el caso?

Por supuesto que la acepto — afirmé.

Dese prisa, por favor, el coche le está esperando. ¡Ah!, coja su equipaje, lo necesitará. — dijo León justo antes de que colgara.

Me vestí apresuradamente, seleccioné tres o cuatro trajes al azar, ya que deduje que emprendería un viaje en el Al-Ándalus, y cogí mi ordenador portátil. Llegué a la calle lo más rápido que pude, allí, frente a mi casa, vi esperándome un Clase S, pero no uno cualquiera, era el 63 AMG. El chófer se bajo del asiento del conductor, y tomó mi equipaje amablemente para guardarlo en el maletero. Me acomodé en las plazas traseras, y en apenas cinco minutos ya estaba bajando del Mercedes y caminando hacia la puerta principal de la estación sevillana. Allí vi tres personas, dos policías uniformados y otro con traje. Supuse que este último sería el inspector Juan León. Me acerqué hasta ellos, el hombre trajeado se adelantó y me estrechó la mano.

Inspector jefe de la policía ferroviaria, Juan León. Supongo que usted debe de ser… — se presentó el inspector.

Fernando Rojas, investigador retirado del CECIF—seguí.

Como ya le he comentado, hemos encontrado un varón de raza blanca, de unos treinta años ahorcado en el vagón vip del tren, con unos extraños signos en su torso y un rosario en su mano izquierda. Hemos acabado de identificar su identidad, es un párroco de una iglesia de Nervión, aficionado a los trenes, que compró unos de los cien pasajes que salieron a subasta para el viaje del bicentenario. Nos ha llamado la atención en la escena del crimen que debajo de la horca no hay nada donde ha podido subir primero el padre para ser ahorcado, como una silla tirada, una mesa, etc. Además, ese no era su vagón, era el reservado al presidente, que en ese momento se encontraba en la locomotora. No se sabe como el párroco, ni su asesino pudieron acceder a él, pero el asesino debe de ser una de las ciento cincuenta personas que viajan en el tren. Se me olvidaba, para nuestra llegada a la base, donde será la recepción del presidente Zapatero con el jefe de dicho complejo militar, el crimen deberá estar resuelto, además, nadie, absolutamente nadie, puede saber lo ocurrido. Tenemos hasta las ocho de la mañana para investigar el vagón, hora en la que el viaje se reemprenderá, ya que “se ha parado por problemas mecánicos”. El cuerpo lo descubrió un escolta del presidente. — explicó Juan León de camino al tren.

El tren estaba rodeado de policías, algunos del CECIF. Entramos al último vagón, la escena del crimen. Dentro había un par de policías. Eché un vistazo rápido al interior del compartimento, todo parecía en orden, sin señales de lucha, ni pisadas, nada, todo como lo dejó el presidente.

Me acerqué al cuerpo y miré su rostro, un rostro blanco, con ojos negros y ensangrentados. Después miré los extraños símbolos, que tenían forma de triángulos. En las uñas no había restos de piel, por lo que descarté la posibilidad de lucha con su agresor, y al no tener signos de ningún golpe o impacto de bala o arma blanca pude deducir que le obligó de alguna manera para que se suicidara. El forense certificó la hora de la muerte a las doce aproximadamente, un tanto extraño, ya que, según el planing del presidente a esa hora él todavía se encontraba en su vagón. El cadáver se lo llevaron al Instituto de Anatomía Forense de Sevilla. Investigué el vagón cuidadosamente y no pude encontrar nada, absolutamente nada, solo una pequeñísima mancha de agua, según un test inicial, de unos tres o cuatro centímetros cuadrados debajo de donde se encontró el cadáver. Lo único que tenía hasta ahora era un rosario de oro, un extraño símbolo con forma de triángulo y la mancha de agua que a estas horas, las siete y media, ya estaría seca.

El inspector me acompañó hasta el vagón que tenía habilitado para descansar y seguir investigando. Allí vi mi maleta, que le entregué horas antes a un joven policía. Después me enseñó rápidamente el resto del tren, ya que en unos cinco minutos los pasajeros volverían a embarcar.

Saliendo ya de la estación de Málaga, y al pasar por Cádiz, cerca de las dos de la tarde irrumpió un policía en el vagón donde estábamos trabajando. Paró un instante a recuperar el aliento y dijo que habían robado información clasificada que se transportaba a la base de manera secreta, todos nos alarmamos, además, el congelador de la nevera del presidente estaba vacío, eso no me pareció relevante, pues el robo de los documentos fue lo que me alarmó.

Minutos más tarde sonó el teléfono:

—Fernando, soy Esther, la forense.
— ¿Ya ha realizado la autopsia? ¿Sabe cuál es la causa de la muerte?
—Sí, asfixia. También he encontrado restos de una sustancia de la que no he podido reconocer su origen. Bueno, cuando tenga más novedades te llamaré de nuevo.
—Entendido. Adiós.

Tardé media hora más en averiguar por qué el congelador estaba vacío. El cura utilizó un bloque de hielo para subir y poder ahorcarse, pero, ¿por qué? Estaba confuso, ya no sabía si era un homicidio o un suicidio totalmente voluntario. Pero ¿y los documentos? ¿Y los símbolos?

Cuando llegamos a Córdoba, al entrar en una zona wi-fi envié unos e-mails a viejos amigos e investigué el extraño símbolo con forma de triángulo. Era la pirámide del ojo que todo lo ve, signo francmasón que aparece en el reverso del billete de un dólar. Inmediatamente fui a buscar al inspector Juan León.

— ¡Inspector, inspector!
— ¿Qué desea Fernando?
—Quiero hablar con usted en privado, sobre los documentos.
—Pues hablemos.

Nos dirigimos a mi vagón, por el camino hasta él, intentando atravesar la muchedumbre que había en la estación, vimos una camilla que se alejaba del Al-Ándalus Express a toda prisa, y con un hombre de León.

¿Qué contienen exactamente los documentos, León? Dígamelo.
Me temo que no puedo decírselo Fernando, como ya le advertí, es información clasificada, a la que ni siquiera yo tengo acceso, solo algunos peces gordos.
¿Y usted quiere que resuelva el caso? Si no colabora, no podré encontrar al asesino, ni al ladrón de los documentos, ¿lo entiende?
Eh…sí. Pero no puedo revelarle la información, aunque quisiese, no puedo. ¿Usted comprende eso?
No lo comprendo. Por favor, déjeme pensar.

Entonces recibí un e-mail de un amigo que me debía un favor, en él me detalló todo lo posible el contenido de los documentos, se trataba del proceso a seguir para obtener un sucedáneo del petróleo, químicamente igual a éste, con la misma efectividad y a un precio un cincuenta por ciento inferior. Entonces comprendí la situación y que cualquiera mataría por esos documentos, sobre todo si se tiene los conocimientos adecuados para elaborar el sucedáneo.

Ya lo tenía claro: era un homicidio en toda regla, ahora debía resolverlo. En él había dos “partes” unidas, la iglesia y la ciencia, un sacerdote asesinado y una forma de fabricar un sustituto del petróleo, por algo que les unía, el dinero. Al menos eso me pareció a simple vista, pero después recordé un libro que leí hace mucho tiempo, sobre los iluminati, una “secta” de científicos, que perseguidos por la iglesia y condenados por ella a muerte, se reunía a escondidas, para tramar contra ella asesinatos, robos… en propiedades de ella, tenía sus altares en templos religiosos, altares dedicados a los cuatro elementos, tierra, agua, fuego, aire, además, algunos eclesiásticos eran iluminatus, otro nexo que puede ser más coherente. Un iluminatus que asesine a un sacerdote, roba la fórmula del sucedáneo, huye y se hace rico. Todo encajaba, excepto la muerte del sacerdote, para qué.

Entré al vagón donde se encontraban León y sus hombres, y dije que quería una lista de todos los científicos y cerebros que viajaban en el Al-Ándalus. Tras una media hora la tenía en mis manos y encontré un posible sospechoso, la persona que se dirigía a la ambulancia a toda prisa desde el Al-Ándalus, era un científico que desapareció un año en Malí, sin que nadie supiera nada de él y ahora desembarca del tren. Llamé al hospital de Córdoba Reina Sofía, al que debería haber llegado hacía un cuarto de hora, y después a todos los de los alrededores, pero nada, no había ni rastro de la ambulancia ni del científico.

Ring, ring, era el móvil de León, habló un minuto, y a medida que transcurrió ese minuto su cara empezó a palidecer, entonces colgó.

—Señores, la ambulancia que trasladó a nuestro científico ha sufrido un accidente. Se han encontrado tres cuerpos, falta uno, y no creo que sea el de ningún sanitario.

Fue ahí cuando el rompecabezas encajó: el científico obligó al sacerdote a suicidarse tras haberle suministrado la extraña sustancia, le tatuó el ojo que todo lo ve como firma y lo asesinó con el hielo, sin tocarle, como venganza ante la iglesia y para despistarnos a todos y que tuviera tiempo de huir a Malí, donde tendrá un laboratorio con todo lo necesario para fabricar el sucedáneo y enriquecerse.

Finalmente el Al-Ándalus llegó a Almería, y yo regresé a mi piso en Sevilla, aún sin saber el paradero del científico, y si el culpable es él, porque aún recuerdo la incoherencia de la conversación que mantuve con León, pues primero dijo no tener conocimiento de la información de los documentos, y después, que aún queriéndome decir su contenido, no podía hacerlo. ¿Será él el asesino? ¿Y el que robó la información?

Abril de 2010
José Luis Gómez Roda

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